Como todas las tardes, Sandra fue a su clase de meditación. Que era justo después de la de yoga. Se puso sus mallas color morado, se recogió el pelo, y se sentó sobre su esterilla, esperando las instrucciones del profesor. La música comenzó a brotar a la vez que la luz palideció para ambientar la sala. Una pierna sobre otra y comenzamos, dijo el profe ataviado de una cinta gris sobre su pelo y negro riguroso sobre el cuerpo.
Sandra estiró su cuello, cerro los ojos, enderezó su espalda y colocó sus manos sobre las rodillas cruzadas.
Y por primera vez en muchos años, su mente se cortocircuitó y quedó en blanco. No pensó en nada. No había nada. Solo la música. Solo la nada que la mecía sin prisa. Sin abrir los ojos pudo sentir como su cuerpo ascendía, como se fundía con la melodía, en un lento y delicioso letargo.
Su mente estaba muy lejos de aquella clase de meditación de un gimnasio pijo de Las Rozas. Tan lejos que no escuchó como el profesor la invitaba a despertarse por que la clase había acabado y llevaba durmiendo un rato.
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